TALLER de LITERATURA del Instituto Cervantes de Moscú |
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VALERIA ROMÁN
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Confesiones
Nació en el 68,
su vida transcurrió en su única ciudad levantada en la sierra
ecuatorial donde los colores de la tierra se funden con los azules del
cielo. En su soledad contagiada por rupturas a lo fantástico fue
encontrando en la escritura su
disculpa para dejar fluir sus espaciosas necesidades. Y es así como en el
2003 comienza el episodio de un obraje literario que va de la mano de sus
magos y de sus musas que,
como ella, han sentido la necesidad de crear y dejar en este mundo sin
respuestas unas cuantas ilusiones espolvoreadas en el aire.
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POEMAS
Mirando el ombligo de tus pieles
desnudas
Mirando
el ombligo de tus pieles desnudas
Estrategia
profunda del amor perfumado
Mirando
el ombligo de tus ansias anheladas
Trasgrediendo
tu límite olvidado en mi mano amada
Mirando
el ombligo sediento en euforia atolondrada
Amor
pausado bullendo en despertares arrinconados
Mirando
el ombligo en órbitas profundas
Y
yo rebosando eufórica en llantos húmedos
Tan bien olvidados, tan bien amados
NARRACIONES
Mi nombre es Leonora. Tengo el pelo negro azabache, mis ojos son de rasgos
profundos, nariz recta, boca fina. No soy bonita, pero tengo mi gracia y mis
caderas son anchas como las de mi madre.
En las mañanas me encanta bañarme en la cascada de agua dulce y sentir el agua juguetona que recorre mi cuerpo. Siempre siento la compañía de los jilgueros que, alborotados en las verdes piedras, se pierden. Y así comienza mi mañana. Oigo el grito de mi abuela llamando con el eco eleonoraoraora de las montañas devolviéndome a la realidad de mis quehaceres.
Hoy
escogí llevar puesto mi delantal blanco con rosas moradas, el que me regaló mi
madre. Me acerco a la cocina, donde me espera Doña Rosa para preparar la masa
de pan para el desayuno. Eso me encanta, mezclar la harina, ponerle sal y una
pizquita de canela y unos huevos para que le den sabor y me voy convirtiendo en
un alfarero creando bolitas redondas como el sol.
Doña
Rosa, siempre con sus pies descalzos y su olor de panela recién hecha, dice con
su voz ronca: niña, ¿sabe que hoy
tendremos nuevos comensales que han venido de muy lejos a quedarse en el pueblo,
porque han oído del secreto?, lo escuché en la radio.
Yo seguía haciendo mis
panecillos como si no la oyera y mis lágrimas recorrían mis pómulos, caían
intermitentemente sobre la masa y con ellas mi angustia de ser descubiertas, de
que nuestros llantos acabaran en las noches de los cipreses,
de que los recuerdos que teníamos de los que estuvieron con nosotros se
hubieran marchado, y de que esos amores no correspondidos en nostalgias fueran
descubiertos. Y siempre era la herencia, decía cada noche mi abuela calmando mi
llanto.
Volví
a mis panecillos y los puse al horno, fui a por leche, nata fresca y naranjas al
huerto. Llegó la hora de servir el desayuno. Eran muchas personas nuevas con
sus rostros bronceados al sol y manos muy grandes.
Primero,
el café pasado en las tazas de porcelana blanca con la leche fresca, los vasos
de cristal con el fresco jugo de naranja y, en pequeñas cestitas, los
panecillos calientes. Terminé de servir a los comensales y, como todas las mañanas,
fui a esconderme detrás del umbral porque sabía que los hombres de manos
grandes comenzarían a gemir, a llorar a mares, a sentir que el aliento les
faltaba por los amores olvidados, que sus cuerpos corpulentos saldrían
corriendo a sentir la brisa de nuestro pueblo y no los volvería a ver nunca más.
Hoy,
Doña Rosa me volvió a decir que unos nuevos comensales han venido de muy lejos
a quedarse porque…