TALLER de LITERATURA del Instituto Cervantes de Moscú |
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JACOB EIDELKIND
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Autobiografía fragmentaria
Nací
en Moscú en 1973: cinco años después de que los tanques rusos entraran
en Praga para acabar con las ilusiones de aquella generación; catorce años
antes de que empezáramos a hablar en voz alta.
De
niño me interesaban las lenguas. En la escuela estudiaba inglés, pero
eso no me bastaba. Por pura casualidad mi madre encontró a una joven
profesora de español que vivía cerca de nuestra casa. Desde la primera
clase me sentí atrapado por las personalidades de la profesora y de la
lengua. Así fue cómo empecé a estudiar español.
Cuando llegó el momento de buscar mi lugar en la vida, éste coincidió con una época de cambios y de búsqueda también para mi país. El ambiente favorecía confusiones e ilusiones. Después de empezar, abandonar y comenzar de nuevo mis estudios en la universidad, entusiasmarme con varias ideas religiosas y trabajar pocos años como guarda sereno de una iglesia, llegué a ser ateo y profesor de hebreo bíblico y de latín.
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Moscú
Mía es esa ciudad con esa cara tan despistada.
Olvidada de todo en sus callejones de
anteayer y patios de álamos,
Se duerme en un banco, cansada de tanto
Caminar, de tanto
venderse por todas las esquinas y plazas.
Una loca. La dejé para siempre. No la dejaré jamás.
Yo dormía, pero mi corazón velaba
Un
hombre delgado y calvo, con gafas y una mochila grande, entró corriendo cuando
las puertas estaban a punto de cerrarse. El tren iba a Moscú. El señor (vamos
a llamarle Piotr Ivánovich) se sentó, miró distraídamente a los pasajeros,
sacó un libro de su mochila y trató de leer. Por el vagón pasaban, como una
cadena, vendedores ofreciendo todo tipo de cosas: calcetines, tijeras, paraguas,
crucigramas, música en CD y en casetes, periódicos e incluso la salvación del
alma. Piotr Ivánovich no necesitaba nada de eso. Tenía ganas de dormir, oía
con disgusto los gritos de los vendedores y no conseguía avanzar en el
comentario alemán que tenía entre sus manos. Cada vez que un nuevo vendedor
entraba en el vagón, volvía a leer la primera frase de la misma página.
Miró
por la ventana. Unas letras rojas y grandes, escritas en una valla, declaraban:
“¡Natashka, tu culo es el mejor de todos!” Admiró la claridad con que el
autor anónimo había expresado sus sentimientos y con un suspiro volvió a
estudiar el comentario de aquel texto que en el fondo decía cosas parecidas,
aunque en una lengua antigua y de manera muy cortés y oscura. Esa mañana,
Piotr Ivánovich tenía que explicar el texto a los estudiantes, y aunque lo
hubiera hecho ya varias veces en su vida, siempre se quedaba descontento con sus
propias explicaciones.
En
una estación entró una chica morena y se sentó delante de él. Su aspecto era
un tanto exótico. “Una gitana. No, una armenia”, pensó Piotr Ivánovich.
Observó que tenía cardenales en su cara y sangre en su mano.
—
Los policías... —explicó la chica—. De noche, buscando a mi amado, me
levanté y anduve por las calles y por las plazas. En el metro, en el pasaje de Teatrálnaya a Ojotnei riad,
me encontraron los guardias que rondan la ciudad. No llevaba documentos y soy
morena, como ves. Me golpearon, me hirieron, me arrebataron el manto.
—
¡Cabrones! —murmuró Piotr Ivánovich, que odiaba el chovinismo que se sentía
ya hacía un tiempo por todas partes y casi era la posición oficial—. Pero ¿adónde
se ha ido tu amado, tú, la más hermosa entre las mujeres?
—
Mi amado ha bajado a su jardín —le respondió con una sonrisa extraña— a
las eras de las especias, a apacentar en los huertos y a recoger los lirios.
El
tren se paró y la chica desapareció de pronto y vio cómo las puertas se
cerraban tras ella. Por la ventana se veían granados, frutas escogidas, alheña
y nardos, mirra y áloes, con todos los mejores bálsamos. Más allá, en las
corrientes que fluían del Líbano, se bañaban las palomas blancas. Del monte
descendía un rebaño de cabras, negras como los cabellos de la chica.