TALLER de LITERATURA del Instituto Cervantes de Moscú |
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EKATERINA KOSOBOKOVA
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Mi vida en arte
Mis
alcances infantiles en la interpretación y la recitación fueron los
primeros pasos en el espinoso camino del arte. Por aquel entonces, no me
costaba fascinar a los espectadores de las representaciones en la guardería
con mi artificio y voz sonora, lo que me destacaba entre los otros condiscípulos.
Supongo que en aquel
tiempo oscuro de mi infancia comienza el apego al escenario que
todavía no me ha abandonado.
Las
clases de violín en la escuela del arte, que tantas veces me enfrentaban
a las rígidas filas de padres exigentes, fueron el segundo refugio en
este áspero camino.
En
cuanto a la literatura, emprendí las tentativas de escribir en la
escuela, pero sólo mis composiciones no eran más que esbozos confusos.
Mucho más que
ensuciar el papel yo prefería leer y sólo ahora puedo afirmar con toda
seguridad que mis actividades de lectora insaciable florecen
suntuosamente.
Tuve
mi primer éxito al escribir el cuento “Centauro”, que compuse ya
durante los primeros años de la Universidad. El relato le gustó tanto a
un profesor de Dirección Teatral que quiso hacer una representación
basada en mi obra.
Cuando
terminé mis estudios, mi vida se fue desarrollando impetuosamente. Tuve
grandes fracasos y al cabo de dos años para oponerme al tedio
insoportable de mi Universidad y consolar mi vanidad, el azar me propuso
el aprendizaje de la lengua española. Me hundí por completo en él y,
entendiendo que yo ya estaba metida en aquel tubo donde ya sólo era
posible ganar terreno, me metí en una escuela de flamenco, en la que sigo
torturándome y luchando con mis deseos vanos.
Empecé
a escribir en castellano, inspirada por Isabel Allende, con las cartas al
mejor hombre del mundo. Ahora tomo clases de escritura a E. Hemingway, E.
Sábato, F. García Lorca, E. Rabasco y G. Ochoa. Sigo fascinándome y
desilusionándome con la magia del cine y luchando con los espíritus
malignos que rodean este espinoso camino del arte.
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¡No
resistas, no resistas!
Es
que mira este turco con sus ojos de turquesa,
Es
que
pelo su tupido es el crin de tu caballo,
Es
que trae turmalinas, tulipanes es que trae.
Mata
él a tu caballo – no te lleva a la montaña,
la montaña de tu tierra.
¡Ay gitana, ay nanita,
ay
natita, ay nañita!
¿Quién
esta tumba abre?
Mi
tumba de turbulencia, con tulipanes y turquesa,
con
turmalina y tambor, con tul etéreo cubierta.
…Eucaliptos,
eucaliptos, llena tierra de eucaliptos….
¡Tarambana
ay ponerme en la tumba tarta-rea!
¡Éter,
éter!
…Ay
que lencia, tulencia, tulilencia, rata-tárea, árkan, tara-ákan…
Turquelencia.
Lebuquesa. Kálbim mulib.
¡Káran!
Ránta nákar arka nákra, rátna, árna.
…ay
urbesa, besa, ar-an.
Ambatáro
tutuyor.
Ona
tórpil rat-o-rea
Sorma
lina, bana-maro
¡Úzun
túmpan
Úzun
mal!
Cuando Pierre salió a la calle, la luna ya había
asomado. Él se paró por un rato aspirando el aire templado de la noche
estival. Después metió la mano en el bolsillo para sacar los cigarrillos,
encontró un anillo, lo sacó y se lo puso en la palma. La luna bañaba el metal
frío con su luz y cuando Pierre tiró el anillo, éste, con un sonido leve,
desapareció entre las piedras del adoquinado. Pierre prendió el cigarrillo,
dio una profunda chupada y se puso en camino.
Encontró a Jean a unas cuadras. Éste le apretó la
mano sin decir ni una palabra para preguntar después, como si fuera sin intención:
-¿Cómo está Isabel?
-Bien, ya está bien.
En la oscuridad no se veía la cara de Pierre, contraída
por el dolor, ni cómo él apretaba la colilla para apagarla quemándose los
dedos.
Andaban por las calles desiertas de la ciudad y las
moles tenebrosas de los edificios le provocaban a Pierre la sensación de estar
en la Edad Media, cuando no era posible salir a la calle sin cuchillo ni miedo.
Llegaron hasta la catedral antigua, se sentaron en un
banco y Pierre vio el pico gótico que atravesaba el cielo y lo dividía en dos
partes. Le asaltó un ataque de desesperación e incapacidad. Sacó los
cigarrillos y empezó a fumar de nuevo. Se atragantó con el humo acre y se puso
a toser violentamente. El cielo, cortado en dos mitades, saltaba y se reía
delante de sus ojos. Jean, alarmado, se volvió a él:
- ¿Qué te pasa?
- Nada, nada.
- No fumes más, no puedes fumar tanto.
- Ya lo dejo…
De nuevo se hundieron en el silencio. Pierre vio que
la catedral temblaba en una danza rara y que una mitad del cielo se bajaba para
aplastarle. Se aferró al asiento para resistir. No podía llamar a Isabel, como
lo hacía antes. Se dio cuenta de que ella ya estaba en la otra parte, la parte
que se alejaba y se subía hacia los más altos límites del Universo. Isabel se
bajó desde esa mitad del cielo y regresó, ahora ya regresó para siempre.
Pierre metió la mano en el bolsillo, pero cambió de
intención. Pronunció a la oscuridad:
- Era imposible salvarla.
Después de un rato oyó la voz de Jean:
- ¿Les han encontrado?
- No, hombre, no
- ¿Vas a vengarte?
- Eso no la resucitará...
Estaban sentados sin movimiento, cubiertos con el
calor de la noche. El cielo se tranquilizó y la catedral se sumió en su sueño
majestuoso. “Ellas no hacen la guerra, pero viven en el infierno - pensó
Pierre- y si Dios es nuestro Padre, que oiga los rezos de sus corazones”[1].
La canción se hacía y él entendió que mientras sonara este himno a la mujer,
a la que no pudo defender, Isabel iba a seguir viviendo y sonriéndole desde su
mitad del cielo.
Elles
ne savent pas faire la guerre
Pourtant elles vivent en enfer
Et si Dieu est notre Perre
Qu’il ecoute leurs prieres
(E.Anais/R. Cocciante; “La moitie du ciel” de repertorio de Pierre
Garand)