TALLER de LITERATURA del Instituto Cervantes de Moscú |
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NINA ARUTIUNOVA |
Ideas
elegidas
. Existen en el mundo muchas cosas que jamás entenderemos y muchas más que nunca podremos ver. Pero siempre queremos alcanzarlas y percibir y desentrañar los enigmas y hacer nuestro mundo menos misterioso. Ojalá nunca lo consigamos, para que nuestro mundo no sea predecible y aburrido. Por eso no quiero saber qué me hace escribir y de dónde saco las ideas. Tampoco quiero recordar mi primera experiencia, prefiero que quede para siempre olvidada. . Soy feliz, creo en que después de la puesta del sol siempre vendrá la salida, que mi gata es mi musa, que quien habla un idioma, además de su lengua materna, tiene dos almas, así que yo tengo cuatro (¡Hurra!)… Y creo que un día entenderemos que hay que cuidar la naturaleza (pero ya será tarde…) . “¡Oh, mujer! Eres un abismo, un misterio y quien piensa que te conoce es tres veces un loco!”. Así que nadie entiende a la mujer (ni ella misma creo…) . Un día yo podré conversar con Dios. Él me preguntará quién había sido yo antes de verle. Y tal vez le diré: “Dame una oportunidad más de comprenderlo... todavía no he entendido”. Pero será por tercera vez... Aunque probablemente a Dios no le gustan las repeticiones. . Vivir con otra persona es como bailar un tango: si tu pareja sigue tu ritmo y escucha tus pasos, el baile es magnífico; si no, nos quedamos de plantón. Pero hay que saber qué en tango uno es siempre dominante. . Si te gusta contar la verdad, prepárate para vivir solo. Hasta mi gata prefiere las bonitas mentiras...
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La
voz de la verdad
No
escuches sus voces,
Ellas
te mienten siempre
Tu
porvenir es otro,
Mira
mi luz ardiente
Yo
te diré tu futuro,
Siéntame
en tus manos
Yo
guardaré, lo juro,
Tus
bienes y todos tus males.
Ámame
con ternura,
Guárdame
en tu mente.
Conmigo
tu vida es dura,
Sin
mí es un derroche de tiempo.
Pero
si no me crees,
Llévame
al cadalso
Como
llevaban los reyes
A los videntes falsos.
NARRACIONES
Gabriel Bruno
Lo recuerdo...
Miraste al hombre que estaba durmiendo en el parque sentado en un banco. Era un viejo borracho y dormía como un tronco. De su nariz roja y grande bajaban unos mocos verdes que con cada expiración se hinchaban en una pompa y estallaban con ruido.
Le contemplaste, te daba asco y sentiste ganas de matarle a pedradas como a un perro enfermo. Odiabas todo lo viejo y enfermo que te rodeaba.
Esperabas a la chica de la casa azul que a veces bajaba a la calle para hablar contigo y fumar a escondidas. Sabías que a ella le gustabas, pero a ti lo que más te interesaba era qué iban a decir tus amigos cuando les contaras cómo había ido la cita.
Le habías enseñado a fumar, a decir palabrotas y le habías prometido una vez que le enseñarías a montar a caballo.
Era una aventura agradable para un chico como tú. Ella era para ti un aire limpio que tú embriagabas con humo para hacerla bajar del cielo a la tierra real.
Pero la chica no aparecía... Después de que la habías salvado del tren... Habían pasado tres días pero todavía no te había perdonado.
Tomaste una piedra y miraste al viejo dormido. Ya habías entendido que ella nunca vendría a verte.
Antes de partir
Nadie había llegado a su boda. María pasó por la iglesia mirando los bancos vacíos. Olía a ládano. Bajo las bóvedas altas de la catedral sus pasos resonaron como un eco lejano. Le parecía que estaba oyendo los susurros y las oraciones de parroquianos que se habían quedado en la catedral y que nunca habían llegado hasta Dios. Ahora éstos se agitaron y se estrellaron contra las vidrieras de colores mezclándose entre sí. En la catedral estaban encendidos los candiles, todo estaba preparado para la llegada de los invitados. Al pasar, María tocó las flores que adornaban los bancos mientras su vestido largo y blanco barría los pétalos sobre la alfombra roja del pasillo. Estaba sola.
¿Por qué nadie ha venido? ¿Dónde está Miguel? Todos habían olvidado que aquél era su día. María se acercó al altar, se santiguó lentamente y empezó a llorar. Se cubrió el rostro con las manos cohibida aún ante Dios. Era una persona muy fuerte, pero el golpe era demasiado inesperado y además no comprendía la causa de tal actitud. ¿Cómo y cuándo hubiera podido ofender a Miguel? No entendía nada. Ayer todo era tan maravilloso. Pasearon por el parque donde se habían conocido, cenaron con los amigos que no podían ir a su boda, después de la cena se acercaron hasta aquí, a la iglesia, para ver cómo la habían preparado para la ceremonia, y para hablar con el sacerdote. Y después, ese largo viaje en coche, la maravilla de la puesta del sol, los besos y susurros... Y hoy... Tenía vergüenza, era un golpe fuerte para su orgullo. Nadie había ido. Nadie...
María se arregló los pliegues y el velo y salió de la iglesia. Se sentía una tonta con aquel vestido tan maravilloso porque estaba sola. No tenía ganas de ver a la gente que paseaba sonriente y feliz aquella mañana por las calles. Iba de prisa, mirando al suelo vestida de blanco y con un velo que volaba por el aire. Su corazón latía con tanta violencia que le parecía que iba a saltar de su pecho. A María le sofocaba su pena. Pensaba que la gente hablaba de ella y que se sorprendía de que ella paseara sola. Pensó, de repente, que si hubiera estado completamente desnuda en la calle, no habría sentido tanta vergüenza como en aquel momento.
No quería volver a su casa, primero quería hablar con Miguel. Él tenía la culpa de hacerla sufrir al dejarla en una situación tan humillante. Se dirigió hacia su casa sin que nadie la viera y abrió la puerta. Sentía un nudo en la garganta, ni siquiera tuvo valentía para llamarlo. ¿Y si está con otra? ¿Y si no está?
Pasó a su despacho donde tantas risas habían sonado y casi le agradeció a Dios el verlo sano y salvo en un rincón, vestido con su bata y con un vaso en la mano. De repente, no supo que decirle. Durante su camino había preparado un discurso iracundo, pero ahora las palabras le parecían vanas.
Él estaba completamente sumido en sus pensamientos. Estaba triste. María suspiró: él se arrepentía de no haber ido a la iglesia. Gracias a Dios. Todo irá bien. Se acercó un poco más para darle una sorpresa. Estaba segura de que no esperaba verla allí, se inclinó hacia él y vio lágrimas en sus ojos. Le amaba... Quería besarle la frente, pero se detuvo. No, tenía que estar furiosa e indignada, no perdonarle, montarle un escándalo y sólo después besarlo. Ahora ya sabía que le perdonaría. No sentía rabia, en su alma reinaba la paz. Se sorprendió consigo misma por estar cada vez más calmada, más tranquila, más indiferente.
Sonó el teléfono. María no tuvo tiempo para ocultarse pero Miguel tampoco la percibió cuando tomaba el teléfono. Ella vio que en su mejilla había un rasguño y que se movía con dificultad.
- Sí... sí... yo le comprendo... gracias por su compasión. Todo ocurrió en un instante. La culpa la tiene el chofer del otro coche pero eso ya no importa. De verdad, me da pena hablar de eso... Estoy bien físicamente... sí, gracias... el martes... en el cementerio. Ahora está con sus padres. Aunque quiero, no puedo verla...
Miguel colgó el teléfono y se cubrió la cara con las manos. Ella oyó sus sollozos pero no entendía nada. ¿Qué pasó? ¿Con quién? ¿Alguien de sus parientes había muerto?
Llena de piedad y conmovida por las lágrimas de su novio, decidió hablar.
- Miguel -le dijo y le abrazó tan fuertemente como pudo para que él supiera que no estaba solo en su desgracia. Cuando le acariciaba el pelo, Ella se dio cuenta de que sus propias manos eran transparentes como su velo y sintió tristeza y miedo. Miguel lloraba como un niño abandonado en una estación, como una persona completamente sola.
- Yo estoy aquí, contigo -le dijo ella, pero Miguel no la oía. Y entonces, María lo comprendió todo. Y recordó el choque, su grito de horror al ver un coche precipitándose hacia ellos. Le dolió mucho comprender que ya no existía en la realidad de Miguel.
- Por lo menos ahora sé que no me dejaste -murmuró ella apartándose de él.
Guardia y La Pequeña
Aquí en el Paraíso, todo va lentamente y hay tiempo para todo. Nadie corre,
nadie tiene que precipitarse, y se puede ver cómo las nubes cambian de color
al anochecer, sin miedo a ser acusado de demasiado romanticismo. Aquí, en el
paraíso, todos son unos incurables románticos, unos melancólicos y no les
falta la nostalgia...
Yo no soy una excepción y, aunque mi amo está un poco triste hoy, yo puedo
acostarme a sus pies y mirar esa nube que parece un gato. Ya no tengo odio a
los gatos, es sorprendente, y ya puedo contemplarlos tranquilamente... esos
gatos... Mi amo, siempre, cuando me fotografiaba, le pedía a su mujer que
quitara el gato del patio, porque yo no podía estar tranquilo cerca de él.
De todas las fotos que mi amo me hizo, solo una siempre me gustó, porque allí
yo estoy con La Pequeña, mi bonita señora, la única que podía hacer
conmigo todo lo que quería. Un día me cortó los bigotes y todos los perros
de la ciudad se rieron de mí.
Aquél día salió al patio después de jugar y correr mucho, y se sentó
junto a mí. El sol había calentado las baldosas que cubrían el patio y yo
me tomaba el sol y me adormecía.
La Pequeña me miró como si quisiera contarme un secreto importante y como si
no supiera por dónde empezar. En ese momento el amo nos fotografió y se fue
a casa para revelar las fotos para mostrárselas luego a la madre. Cuando nos
quedamos solos, yo vigilaba a la Pequeña con los ojos entornados porque de
esa niña se podía esperar todo.
La Pequeña se acostó sobre mí y de pronto se durmió. Yo la sentía en mi
espalda y coloqué mi cabeza sobre las patas.
“Pasarán
los años, Pequeña, y tú te olvidarás de mí en la vanidad del cada día.
Tu viejo Guardia estará muerto pero no te podrá borrar de su memoria. Tal
vez, otro Guardia vigile tus sueños de adulta. Otro, pero no yo.
Tu cambiarás mucho, tendrás niños, tan pequeños como ahora eres tú. Un día
te pedirán que les enseñes una foto de tu infancia. Abrirás aquel viejo álbum
de terciopelo rojo y de allí sacarás una foto olvidada. Recordarás,
entonces, a tu amigo y guardia de tus secretos y aventuras, y una risa ligera
aparecerá sobre tus labios...”
Pero debes saber, Pequeña, que te sigo custodiando desde aquí y que daría
todos los colores de las nubes para estar contigo como aquel día.
Pero
los momentos felices que guardamos en nuestra memoria son como joyas en un
museo: las podemos ver pero nunca podemos tocarlas. ¿No es eso lo que nos
hace apreciarlas y admirarlas más que a lo que en verdad poseemos?
Una técnica especial
El director del cine, después de un festival cinematográfico, participaba en una entrevista y hablaba de su famosa técnica de filmar escenas decisivas e importantes desde arriba, como si la cámara fuera un Dios mirando al mundo humano, lleno de pena y sufrimiento o, al revés, de felicidad y alegría.
- ¿Cómo se le ocurrió usar esa técnica? ¿Cuándo comprendió que eso formaría parte de su estilo, de su arte?
El director, ya viejo y hombre de mucho mundo (durante mucho tiempo había sido ignorado, incomprendido, y sólo los años pasados, habían confirmado su talento y su derecho a hacer SU cine), miró alrededor y sacudió la cabeza.
- Está bien, está bien -dijo como si todo el mundo le rogara que respondiera–. Ahora les contaré cómo y por qué.
Nací en una pequeña ciudad de México, mi padre era un banquero que los fines de semana se quitaba la camisa blanca y se iba al campo, donde vivía mí tío Rafael. Mi madre, mis hermanas y yo le acompañábamos a veces. La naturaleza de mi padre era violenta y en el trabajo del banco no podía contener su brutalidad y en sus días libres él se daba todo tipo de libertades: participaba en las corridas campesinas, ayudaba a matar a los animales domésticos, cazaba, incluso se peleaba con los campesinos. Mientras que Rafael, mi tío, era exactamente lo contrario de mi padre, pacífico y tranquilo. Nos amaba mucho, con mi madre discutía de literatura y música, jugaba con nosotros mientras mi padre galopaba por los campos.
Yo era un niño tímido y nervioso y no participaba en la mayoría de los juegos, me escondía en el desván y desde su ventanilla redonda observaba el mundo. Desde allí veía a mi padre, a mi tío Rafael, a mi madre, a las hermanas, a los campesinos, a los sirvientes, a los animales, los coches... Todos se movían, hablaban y no podían verme a mí, mientras que yo les veía a todos. El patio de ladrillo rojo donde nos reuníamos por las tardes era la escena principal de todos los acontecimientos. Y allí tuvo lugar precisamente lo que me hizo refugiarme en el cine.
Mamá estaba en el patio, mientras mis hermanas jugaban en el jardín y yo como de costumbre estaba en el desván. Esta vez yo descansaba, leyendo un libro de aventuras, cuando oí la discusión entre mis padres. Me acerqué a la ventanilla. Padre estaba medio borracho medio loco después de cazar, su camisa con manchas de sangre estaba media abierta y su pecho y el cuello estaban rojos de agitación. Mamá le trataba de calmar, pero padre gritaba como loco, acusándola de delitos que, él bien sabía, ella nunca había hecho.
El tío Rafael apareció en la escena y trató de tranquilizarlo, de librar a mamá, que lloraba de miedo, porque padre sacó la navaja. Yo no podía ni gritar, ni bajarme, olvidándome de respirar, yo miraba a los tres personajes y comprendía que se salía de mi control. El tío arrancó a mamá de los manos del borracho y trató de desarmarle. Mamá lloraba, y los hombres se pelearon. El patio reflejó el último grito de Rafael. Padre miró el cuerpo de su hermano, se llevó las manos a la cabeza y gritó de desesperación. Él salió corriendo. Mamá se acercó al cuerpo del tío, se arrodilló con su vestido playero...
- Rafael, Rafael... – apretaba su cabeza contra el pecho de él, como si fuera uno de nosotros, y llorando levantó los ojos al cielo. Y allí en una ventana del desván vio los ojos de un observador aterrorizado y a la vez cautivado, mis ojos.